8 jun 2017

LA REVOLUCIÓN FRUSTRADA (I)

La historia económica de España en vísperas de la revolución de 1820 ofrecía una imagen miserable, una amenaza que presagiaba una explosión revolucionaria.  Buena prueba de ello era el tránsito operado en las masas campesinas, que del entusiasmo por la restauración absolutista de 1814 pasaron a la total inhibición en 1820.
Canga Argüelles resumía así la debilidad de un erario incapaz de hacer frente a las necesidades públicas durante el período de 1814 a 1820:

"Pobreza, desolación y miseria fueron los resultados de los azarosos afanes del ministerio en la época a que me refiero, y quejas y disgustos en los súbditos e inquietudes alarmantes en los que debieran estar más sometidos, ha sido el cuadro lastimoso que presentó la nación a principios del mes de marzo del corriente año (1820).  En tan aflictiva situación, y cuando la fuerza irresistible de las circunstancias amenazaban con trastornar el Estado, sumergiéndolo en un abismo insondable de desdichas, jura el rey la constitución política de la monarquía."

Sólo "medicamentos heroicos" podían sanar la oposición brutal a toda reforma de las clases privilegiadas y la carencia de decisión de un gobierno que la única solución que prestaba era el cambiar de ministros.
Si los hombres de 1820 no resolvían la crisis económica, saneaban la Hacienda y liberaban al pueblo de la opresión, tendrían que vérselas con lo inevitable.  Adelantamos que los revolucionarios de 1820 no son los Marat y Robespierre dispuestos a llevar a cabo una transformación revolucionaria radical.  Romeo Alpuente, al que podemos considerar como un émulo de los franceses, será utilizado como demagogo, sobre todo por el contraste con el tono general de unos hombres que ansían sobre todo evitar el estallido de una revolución social.
El gobierno constitucional recibía un país en una delicadísima situación.  A los pueblos no se les podía gravar más.  Recurrir a un empréstito por una vez, está bien: repetirlo cada año sería ruinoso siempre que no fuera acompañado de otras medidas más concretas.
Pero los condes, marqueses, grandes latifundistas y burgueses adinerados, bien representados en el gobierno, carecerán de energía revolucionaria y adoptarán una postura dudosamente inesperada que no es otra que cargar con más tributos a los campesinos, lo cual producirá descontento y, unido a la sequía y a las malas cosechas de 1822, provocarían un fuerte levantamiento rural que determinará el levantamiento de las partidas absolutistas.
A continuación citaremos una intervención de Romero Alpuente, y dejaremos que el mismo lector, teniendo en cuenta las circunstancias apuntadas, a juzgue de pura insensatez o, por el contrario, de una lógica aplastante para una modesta revolución burguesa que no sólo tenía que hacer frente a sus enemigos interiores y a una coyuntura económica desfavorable, sino que iba a verse asaltada por los ejércitos coaligados de la reacción europea.  Para enfrentarse a ellos se necesitaba la hoguera revolucionaria por la que clamaban, solos y desasistidos, los hombres de la cuerda de Romero Alpuente; el tibio braserillo de los Toreno y los Martínez de la Rosa se anegaría fácilmente al producirse la inundación constestataria.
Dice así el texto de Romero Alpuente:

"La contribución directa me parece más cruel que el empréstito.  En mil empréstitos entraría yo antes que en ella; de manera que, aunque resultase de la recaudación de las demás rentas un déficit asombroso, aumentaría el préstamo  en vez de cargar un maravedí sobre los pobres labradores.  ¿Y por qué?  Porque las en las directas contribuciones, y aun en las indirectas, no sólo se llevan los productos, sino los capitales, y hasta los tuétanos de esos infelices.  Ésta es la razón por la que no debemos exigir nada.  El que no tiene, ¿cómo ha de dar? ¿Y por qué no tienen estos miserables?  Porque lo tienen otros.  Esos señorones, esos grandes, esas corporaciones con tales y tantos privilegios, son los que lo tienen todo, y hasta que esos usurpadores del Estado lo restituyan, de ningún modo debemos echar al pueblo contribución alguna.  El pueblo español está ya como un miserable animal cargado de tal manera que no puede levantarse del suelo. ¿Y qué podremos sacar de este infeliz?  Lo que se sacaría es hacer más patentes sus miserias.  Digo, pues, que estoy contra la contribución directa, siendo mi dictamen que las Cortes buscasen un medio para que los pueblos, ni directa ni indirectamente, pagasen nada en dos o tres años.  Entretanto respirarán lo afligidos, se establecerá un sistema bueno de administración, se venderán fincas, se repartirán riquezas, se abrirán nuevos canales y caminos y producirán ventajas considerables. Mas, entretanto, préstamos  y más préstamos, si hemos salir de necesidades (...).  Entretanto se quitarán los derechos señoriales, se venderán las fincas monacales y saldremos al paso gloriosamente.  Nuestros pueblos estarán contentos, los empleados estarán bien pagados y la máquina correrá bien. No hay que temer a los enemigos.  Se pagarán los presupuestos a la milicia, que estará reducida al estado de paz, y no pensemos en que nadie nos declare la guerra, porque nadie puede con nosotros.  Esta moribunda España podrá con todo el universo.  Los ejércitos del invencible fueron arrollados cuando aún no teníamos unión ni dinero.  ¿Qué no sucederia ahora, teniendo recursos y espíritu libre?  Acbaríamos con todos los mortales."

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